I.
Sentada en el estanque, su mirada se perdía en las ondas de la piedra
que acaba de lanzar y que bien representaba el viaje de su memoria hacia lo más
profundo de su pasado. Era inevitable, pero aquellos recónditos pasajes la trasladaban
hacia recuerdos que creía ya desvanecidos. Aquel guijarro no sólo había
penetrado en la quietud de su alma, sino que las ondas la trasportaba de
instantáneas a recuerdos sumiéndola en la más profunda de las melancolías; y aun
así, el centro de cada circunferencia siempre quedaba ocupado por el mismo
sueño: El golpe seco de la puerta y el sonido de sus gráciles piernas bajando
aquellas escaleras. Atrás, la azotea que encarnaba todo su pasado, todo lo que
desea dejar atrás, olvidar. Franquear la puerta supondría penetrar en la
herida, en el vacío que su ausencia le había dejado. Su repentina ida le había
calado con una tristeza sin igual y solo negando la existencia de ese cuarto
creía poder garantizar su propia supervivencia. Sentía que su marcha había gangrenado
su corazón y curarlo podría implicar perderlo para siempre…
II.
Postrada ante su pensamiento, trataba sin éxito descifrar su propia
identidad, su profunda existencia. Aquel cubículo en el que se encontraba le
asfixiaba y aniquilaba toda posibilidad de movimiento. Su imaginación
constituía el único anclaje con la realidad, como si tal cosa existiese. Su
pena, la negación de la imagen que el espejo social le obligaba a aceptar.
Eran precisamente aquellos haces de luz los que pretendían imponerle
esos contornos borrosos. Pero ella valientemente no se dejaba amedrentar. Sin
embargo, lo que más le dolía era no reconocerse a sí misma, a lo que ella creía
haber sido y luchado con tanto desgarro.
Solo trazando ideas imaginarias en el papel, en aquella celda podía
llegar a desprenderse de la servidumbre auto impuesta. Era una redención en las
postrimerías de una existencia moderna e insípida.
III.
El sol la embriagaba con su plácido resplandor. Los rayos no quemaban y
su mirada no era autoritaria; sino vespertina. Aquel sol poniente la inundaba
de la placidez y de la vitalidad añorada.