lunes, 28 de septiembre de 2015

Auto de fe

Tanto tiempo había pasado que la superficie blanquecina del papel representaba un reto inabarcable, una auténtica amenaza. Su ser literario entumecido y su voz prácticamente inaudible. Contra todo pronóstico permanecieron allí, expectantes ante el inminente susurro.

Pero la faz inquisitorial del verdugo se ofrecía desafiante. Por un lado, todo lo que quedaba por contar y por otro, la implacable autocensura que proyectaba ese  juez ejecutor de la ley más férrea e intransigente.

Miedo, angustia, segundos que se convierten en eternidades, colmados únicamente de amenazas invisibles para evitar la ruptura del silencio auto impuesto.

Pero la hora había llegado y como los segundos previos al vómito, la segregación salival anunciaba el torrente de vivencias y sentimientos no digeridos.

Tantas cosas por contar y todas tan imposibles de articular que un sudor frío recorría su ser. Es fácil siempre escribir desde el dolor, desde la inmediatez del presente, pero el pasado decantado por el silencio siempre se torna mucho más rico, mucho más complejo, mucho más doloroso.

Confiaba en que el tiempo soterrara la intensidad de aquellos momentos, el desgarro que aquel soldado se auto infligió como escapatoria al dolor brutal que había provocado con aquella agonía anunciada.

El silencio pesa y sentía que sus piernas le temblaban ante aquel fardo, carga invisible que aplacaba todo ánimo.

Y siempre ella, aquella silueta de mujer que evocaba el desgarro de su alma, por querer sentirse vivo aunque fuera en la paradoja, en la contra posición de ambos. Sabía que ella hubiera sido la elegida si en aquel momento hubiese optado por el aquí y ahora. Si hubiese obedecido a su sino, a su ser que tanto la deseaba en  la otrora plenitud. Incluso después de tanto tiempo se aferraba a ese sueño, a ese beso furtivo que como una descarga le devolvía a la inmortalidad más humana, más añorada. Solo ahora desde la certeza de su olvido podía evocarla y resucitar tantos sueños, tantas vidas no vividas...
Era allí en el tiempo y en la distancia desde donde se sentía seguro, desde donde podía contemplarla, sin miedo a que se evaneciese dejando un halo de dolor e incertidumbre.
Y escribía desde los días cargados de intensidad y contradictorias emociones, desde realidades complejas que distorsionan la más ebrias añoranzas. Desde aquella atalaya pensaba en ella, en su vida, en sus circunstancias, en su sonrisa y en un deseo por imaginarla feliz en la orilla de aquel mar que tan profundamente la había embriagado.....