Fue en aquella tarde otoñal en la que me dispuse a entrar
una vez más en el comedor de casa. Los ventanales iluminaban la estancia como si el destino quisiera que todo aquello pasara en la más sincera transparencia y claridad.
Me senté enfrente de aquel lienzo que tantas veces había contemplado. Podría decirse que más que un cuadro era un espejo de no ser por que entre la imagen que refleja y la reflejada mediaban dos generaciones.
Lo contemplaba con tanta intensidad que de pronto perdí la noción de la realidad y desde entonces no supe quien escudriñaba a quien. ¿Acaso era el pasado el que juzgaba al futuro o este último que meditaba sobre el antaño?.
¿No sería el propio esperpento de admirar a los héroes clásicos a través
de un espejo temporal cóncavo?.
En cualquier caso esta vez estaba decidido a mantenerme firme ante aquellos ojos. Si otrora de ellos brotaban escrúpulos y reproches, hoy lo hacían con un noble desafío ante el temor de acabar con el tan custodiado
Status quo existencial.
Sabía que si seguía clavándoles mis pensamientos e inquietudes podría correr el riesgo de acabar como Orfeo:
perdiendo lo que más quería por mirar tanto atrás...
Pero no iba a ser tan fácil como creía. Aunque me desplazara por el cuarto para zafarme de ese gran ojo, curiosamenete por una peculiar técnica pictórica me seguían por doquier.
Había llegado la hora y a modo de justa mediaval en versión moderna me dispuse a cabalgar ese caballo imaginario. Enfrente estaba él, con toda la coraza del pasado y lo que ésta representaba. Mi imagen no podía se más Quijotesca y surrealista al batirme a caballo con mi propia sombra.
El fatal deslance tuvo un resultado sin igual; a pesar de haberle desbancado del caballo, las heridas las sentía como propias si acaso no lo fueran.
Sentí entonces un agudo dolor en el brazo y fue entonces cuando comprendí que todo había sido un sueño poco reparador al oír los alaridos de aquella voz que me llamaba desde lo más remoto de la casa.
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