jueves, 9 de diciembre de 2010

El regreso de Sorel

Fue aquella falta de piedad en sus ojos lo que tan profundamente me impactó, ese canibalismo primitivo y ávido de sangre ajena. No podía creerlo, pero era la mismísima reencarnación moderna del Julien Sorel de antaño. El mismo embaucador y mercenario de sentimientos ajenos. Y sin embargo, en él no había una estrategia premeditada de ascenso social. Por el contrario, era la personificación del relativismo hedonista más imperante. En definitiva, un detritívoro de almas ajenas…

Su rostro angelical ejercía una seducción deletérea sin igual, una fuerza gravitatoria mortal. La nueva personalidad encarnaba el león anunciado por Zaratustra, la victoria del lado más oscuro del inconsciente, donde se esconden los deseos más aberrantes e ignominiosos.
Pero fue entonces cuando a modo de fogonazo intelectual vislumbré el origen de su metamorfosis. Posiblemente era un sueño o incluso una pesadilla pues él aparecía representado como un niño cándido y tranquilo. Me acerqué para observarle de cerca y me sorprendió verle jugar en el suelo con una muñeca Matrioska.
- ¿Pero qué haces? Le pregunté
- Son mis mujeres – Me respondió sin apartar la vista de ellas.
- ¿Tus mujeres? – repetí en voz alta.
- Si. Fíjate como se quiebran si les sacudes la cabeza. Es genial, siempre aparece otra nueva. En el fondo son todas iguales, todas se quiebran a la misma altura, ejerciendo la misma fuerza. Hay que enamorarse de todas y decirles que las quieres de igual manera, aunque sea mentira. En el fondo si las observas te piden que lo hagas una y otra vez, para así poder respetarte.
- ¿Pero cómo puedes?- balbuceé en el aturdimiento.
- Mi corazón sigue la misma dinámica y se fragmenta como el mercurio en millones de nuevos corazones, siempre el mismo cortejo, el mismo juego.
No podía dar crédito al oír aquel razonamiento tan estentóreo y frívolo.
Es un niño –tranquilízate, no le debo dar más importancia a sus palabras – pensé.
- Pero llegará un momento en que ya no puedas romperlas en dos, siempre habrá una última- le dije.
- Mi madre dice que puedo jugar con ellas hasta que me case y será entonces cuando tenga que devolvérselas y no tocarlas nunca más…
El “nunca más” reverberó en las profundas paredes del sueño de forma que me desperté sobresaltado…

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