domingo, 20 de junio de 2021

La tierra del sol poniente.

Jamás pensé que ésa sería la última vez que le vería con vida. Menos aún que unas horas después, oiría el golpe seco de su cuerpo golpear lo más profundo del agujero, al enterrarle. 

Su cuerpo yacía inerte, tras morir como un viejo perro desangrado, en medio del arcén, tras aquel fatídico golpe. Ahora ya muerto, ni siquiera era digno de un nicho, de una lápida. Un trozo de madera con un número hacía las veces. Alrededor, muchos hoyos abiertos esperando a dar cobijo a otros tantos desafortunados.


En un mundo normal lo hubiesen socorrido, llevado al hospital, curado de aquella carnicería. Sin embargo, allí, el miedo a ser acusado de provocar el accidente, prevalecía sobre la más mínima dignidad humana. La banalización de la muerte cotidiana, en definitiva. La gran epidemia africana.


Otra pérdida más, una de tantas. Era desgarrador ver cómo la vida en aquel país no valía nada.  Era un mero soplo, un simple susurro en la eternidad. 


Así de jodida es África, con sus hijos. Les arranca la vida a dentelladas, a bocajarro. Con, especial inquina, además, con sus mejores vástagos a quienes parece no perdonar su extraordinaria condición, como a Joachim. 


Me agarré a su última sonrisa, el último reducto que me quedaba al que poder aferrarme ante tanta indignidad, ante tanto desprecio por el ser humano. Se me revolvieron las entrañas. No pude evitar vomitar, al volver a casa. Un enorme desprecio ante la injusticia y la condición humana me invadió profundamente.


Pero hoy no quiero contaros mi historia por aquellos lares, sino la de Joachim. Padre de cinco hijos y tío de otros quince. Su partida condenaría a morir de hambre, al menos a otras veinte bocas. Un auténtico drama que desde nuestro mundo, preferimos siempre olvidar e ignorar. La distancia anestesia nuestra decencia, sin duda.






Esa intensidad africana estaba encarnada en el propio Joachim. Sus dientes de marfil, blancos, refulgentes como la nieve deslumbraban aún más al contrastar con su tez negra  azabache. Su cuerpo atlético superó estoicamente todas las inclemencias de su desdichada existencia. 


Pero sin duda, lo que más destacaba en él era su alma, su profunda generosidad y su plena disposición a ayudar a los demás. Siempre, pero siempre con una sonrisa en su rostro, a pesar de que quizás, solo quizás, no encontrase un motivo por el que vivir entre tanta miseria, entre tanta desdicha.


Siempre alegre venía a casa a reparar el tejado para que aquellas lluvias torrenciales no estropearan los muebles. Precisamente, él que no tenía casa en la que dormir, devorado por las hordas de mosquitos armados de malaria, fiebre amarilla o dengue. 


De pronto, alguien llamó a la puerta. Me dispuse a abrirla, interrumpiendo mis pensamientos. Me levanté, giré el pomo y justo allí, delante de mis narices apareció Joachim.


No puede ser, pensé. No daba crédito. Yo mismo había presenciado su entierro. ¿Era acaso de carne y hueso? ¿Me estaría volviendo loco?¿Sería un espejismo una alucinación o simplemente estaba proyectando un deseo?


Nos fundimos en un abrazo.