lunes, 10 de enero de 2011

Diario de un náufrago



Cuatro de la mañana. Cuatro en punto de la mañana. El frío hiela mis venas y me arranca de los brazos de Morfeo. Mar gruesa. En el desconcierto y la agonía me acerco a la ventana, busco luz entre tanta negritud, calor entre tanta frialdad.
Y allí le veo, revoloteando como otras veces. Pero solo, como siempre lo ha estado. Sin embargo, hoy se batía en solitario. Su aleteo no era más que la lucha por la supervivencia. La lluvia torrencial aplacaba su vuelo y cada gota sobre su plumaje era una afrenta mortal, una carga que amenazaba con acabar con él.
Pero siempre los recordé en pareja, con sus alas untadas en tinta de nostalgia y dibujando en el más grisáceo de los cielos. Pero llegó la tempestad y con ella la tormenta. Y de lo más oscuro salió aquel rayo, cargado de dolor y desgarro. Sin previo aviso golpeó y todo acabó. Noche de tristeza y de nostalgia. Bancos vacíos. Alma enmudecida.
Vuela, le digo. Vuela alto y busca cobijo hasta el alba. Pero el cielo llora y hace que sus plumas queden henchidas por aquellos amargos sollozos.
Sigue lloviendo. Lágrimas que inundan. Ahogo. Dolor. Quiero salir y curar las plumas de aquel gorrión malherido, pero algo me detiene.
Bancos vacíos. Madera que encierras sabias palabras, grandes secretos. Resuena el eco de tus palabras. Te escucho en el silencio.
Llueve en la cerrada noche de invierno.  Gorrión abatido. Dolor del alma.
Te busco y no te encuentro. Te veo en mis sueños.