lunes, 21 de junio de 2021

El aroma de felicidad.



Domingo. 11:00 a.m.

Aún, todos duermen. Me levanto y salgo al jardín. 


En el horizonte, la inmensidad del océano. Las olas, en diminutas gotas, me inundan el rostro, al romper y deshacerse en mil pedazos. 


Cierro los ojos y simplemente disfruto esa caricia robada en mi piel. El agua  refresca mis mejillas, ya quemadas por el imponente sol. La salina borra las huellas de la noche de mi semblante. En la lontananza, una pequeña barca a la deriva. Me pregunto si en ella viaja alguien, algún alma solitaria. 


Esa inolvidable taza de café calienta mis manos, como cuando las acerco a la chimenea y las abro. Me embriaga el olor que sale de entre ellas. Las acerco a mis labios y siento la densa espuma del café al mojarlos. Pienso en el bigote blanco que aquel dulce sorbo me había creado, y entonces, me ví, en aquella otra tarde de otoño, rompiendo a carcajadas, al verme el denso y oscuro bigote que el chocolate me dibujó en la comisura de los labios.  


Levedad e inocencia perdida, pensé. Hoy, quizás, recuperada a través de    la mirada de mis niños. Divino tesoro.

 

Le dí el primer sorbo y pude sentir todo su sabor en el paladar. Me sentí afortunada, privilegiada, llena de vida. 


El mundo se paró por unos instantes. Mi soledad, mi existencia, consagradas en aquella taza. Pienso en la última vez que tuve tiempo para mí, para cuidarme. No la recuerdo. Notaba que la necesitaba cada vez más.


Solo quería poder viajar, huir del asfixiante peso del día día que a veces tanto me consume. Es una realidad que me dota de sentido, pero al mismo tiempo me mata lentamente. ¿Cuándo fue la última vez que me sentí llena? ¿Adonde me gustaría viajar ahora?


Pienso en un lugar con significado para mí, que me devuelva mi individualidad arrebatada. Necesito recuperar por unos instantes el peso del silencio, solo pido un resquicio de soledad. Tampoco pido tanto - me dije. 


De pronto, me vino mi imagen de antaño. Una niña sentada en aquella  puerta de embarque, a la espera de un avión, rumbo a un mundo desconocido. Fue, quizás, en ese momento en el que comprendí que, a partir de entonces, solo habría una persona en este mundo que me cuidaría, 

yo misma. 


Un chasquido interrumpió mis pensamientos, me devolvió al presente y me hizo recordar todo lo que me quedaba por que hacer hoy. 


Espera, me dije, disfruta aún del última sorbo, quizás éste sea el último café....





Me había entregado tanto, con tanto afán que en el empeño me olvidé de mí. Me vino a la mente aquel libro provocador “Madres arrepentidas”.


Pensé que la maternidad es el acto de mayor generosidad, de entrega, hasta el punto de renunciar a una misma, a las necesidades más básicas, más profundas.  Él jamás lo entendería. Nosotras estamos hechas de otra pasta.


El llanto en la distancia me hizo ponerme otra vez en marcha....








domingo, 20 de junio de 2021

La tierra del sol poniente.

Jamás pensé que ésa sería la última vez que le vería con vida. Menos aún que unas horas después, oiría el golpe seco de su cuerpo golpear lo más profundo del agujero, al enterrarle. 

Su cuerpo yacía inerte, tras morir como un viejo perro desangrado, en medio del arcén, tras aquel fatídico golpe. Ahora ya muerto, ni siquiera era digno de un nicho, de una lápida. Un trozo de madera con un número hacía las veces. Alrededor, muchos hoyos abiertos esperando a dar cobijo a otros tantos desafortunados.


En un mundo normal lo hubiesen socorrido, llevado al hospital, curado de aquella carnicería. Sin embargo, allí, el miedo a ser acusado de provocar el accidente, prevalecía sobre la más mínima dignidad humana. La banalización de la muerte cotidiana, en definitiva. La gran epidemia africana.


Otra pérdida más, una de tantas. Era desgarrador ver cómo la vida en aquel país no valía nada.  Era un mero soplo, un simple susurro en la eternidad. 


Así de jodida es África, con sus hijos. Les arranca la vida a dentelladas, a bocajarro. Con, especial inquina, además, con sus mejores vástagos a quienes parece no perdonar su extraordinaria condición, como a Joachim. 


Me agarré a su última sonrisa, el último reducto que me quedaba al que poder aferrarme ante tanta indignidad, ante tanto desprecio por el ser humano. Se me revolvieron las entrañas. No pude evitar vomitar, al volver a casa. Un enorme desprecio ante la injusticia y la condición humana me invadió profundamente.


Pero hoy no quiero contaros mi historia por aquellos lares, sino la de Joachim. Padre de cinco hijos y tío de otros quince. Su partida condenaría a morir de hambre, al menos a otras veinte bocas. Un auténtico drama que desde nuestro mundo, preferimos siempre olvidar e ignorar. La distancia anestesia nuestra decencia, sin duda.






Esa intensidad africana estaba encarnada en el propio Joachim. Sus dientes de marfil, blancos, refulgentes como la nieve deslumbraban aún más al contrastar con su tez negra  azabache. Su cuerpo atlético superó estoicamente todas las inclemencias de su desdichada existencia. 


Pero sin duda, lo que más destacaba en él era su alma, su profunda generosidad y su plena disposición a ayudar a los demás. Siempre, pero siempre con una sonrisa en su rostro, a pesar de que quizás, solo quizás, no encontrase un motivo por el que vivir entre tanta miseria, entre tanta desdicha.


Siempre alegre venía a casa a reparar el tejado para que aquellas lluvias torrenciales no estropearan los muebles. Precisamente, él que no tenía casa en la que dormir, devorado por las hordas de mosquitos armados de malaria, fiebre amarilla o dengue. 


De pronto, alguien llamó a la puerta. Me dispuse a abrirla, interrumpiendo mis pensamientos. Me levanté, giré el pomo y justo allí, delante de mis narices apareció Joachim.


No puede ser, pensé. No daba crédito. Yo mismo había presenciado su entierro. ¿Era acaso de carne y hueso? ¿Me estaría volviendo loco?¿Sería un espejismo una alucinación o simplemente estaba proyectando un deseo?


Nos fundimos en un abrazo. 











sábado, 19 de junio de 2021

El duende escriba

 A veces solo oigo el silencio. Intento no moverme para dejar que salga algún susurro. Entonces, de forma casi imperceptible surge y de pronto un torrente a borbotones. Intento entender el mecanismo, pero es un gran enigma, un misterio indescifrable.


En ocasiones, la historia crece dentro de mí, me habla. Otras es como la arcilla, siento mis manos deslizándose por la fría superficie, con el giro del torno. Mis dedos hacen presión y entonces surge la magia: un personaje del que estiro su carácter histriónico, un recuerdo del que no tenía consciencia de su existencia retorciéndose por aflorar....


Cuando escribo, mi voz suena distinta es más melódica, más acompasada, en definitiva más auténtica. Los pensamientos se posicionan con disciplina de legionarios romanos. Permanecen impertérritos, a la espera de la señal, de la orden para avanzar.


Curiosamente, gracias a su experiencia saben anticipar el momento, sin saber explicar bien cómo. En otras ocasiones, escribir es como hacer croché. El mecanismo interno se pone en marcha y por una inexplicable razón, los dedos comienzan a moverse, hilvanando la lana para dibujar una impronta. El hilo por sí solo no representa nada, como tampoco lo hace una metáfora aislada, pero en conjunto comienza a desdibujar algún tipo de metáfora que adquiere vida propia y se transforma en un Pinocho. 


A veces, escribo a vuelapluma, como ahora, limitándome a plasmar el dictado que suena en lo más profundo de mí.  Otras, por el contrario, es pura artesanía, ya que todas las piezas tiene que encajar y conformar una armonía perfecta. Entonces, me vuelvo loco buscando la palabra perfecta. Tiene que sonar como un armónico absoluto. Saber cuándo toca una improvisación o una laboriosa selección es otra gran incógnita.


¿Por qué unas veces solo oigo cacofonías y otras la nada, el silencio más absoluto? Tampoco lo sé, otro misterio indescifrable.


Probablemente, todos tenemos esa voz que grita internamente con gran intensidad. Sin embargo, la vida atronadora que nos ensordece, nos obnubila, asfixia todo nuestro sentir literario.



¿Por qué nos obsesionamos en mercantilizar el valor de esa voz? ¿Acaso se puede poner precio a nuestro primer amor? Lo que sale de ahí puede ser oro puro o simples pedruscos. Da igual, lo importante es que aflore, dejarle que suba a la superficie que abandone las más oscuras profundidades y que nos hable, que nos diga algo.